Durante la Edad Media, había un desconocimiento en general del cuerpo humano, el mismo que existía sobre maternidad, el embarazo, el alumbramiento, nada que ver con la actualidad, siglos atrás, la muerte tras el parto era el pan de cada día … Si quieres saber más acerca del tema, sigue leyendo …

En el medievo, la mujer estaba relegada a un papel bastante secundario, esposa y madre eran sus principales misiones.
Ser madre, aunque algo natural, venía cargado de peligros debido al desconocimiento de todo el proceso, desde la concepción hasta el alumbramiento.

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El primer misterio consistía en saber si una mujer estaba encinta. La falta de la menstruación, a veces no era suficiente prueba.
Según los médicos,  un cambio en la coloración de la orina hacia un color más rojizo eran señal de embarazo.
También el oscurecimiento de los ojos de la mujer.
Otro método consistía en meter un ajo debajo de la almohada, si la mujer al levantarse no tenía aliento del mismo, era señal de que estaba esperando un niño.
Sería el paso del tiempo el único que corroboraría el estado al 100% …

Por otra parte cabe decir que algunas mujeres que no podían quedar embarazadas recurrían a pócimas y brebajes. Las recomendaciones de los médicos era el reposo después del acto sexual para facilitar la concepción.

Una vez la mujer estaba embarazada, el mayor temor era la posibilidad de abortar, las recomendaciones para evitarlo eran, no practicar el coito, evitar caídas y golpes y no tomar medicinas laxantes.

Para saber algo más sobre la concepción,  se utilizaron tratados sobre obstreticia siendo los más populares los de Hipócrates (S.V, VI a. C), los de Aristóteles (S.IV a. C), Sorano de Éfeso (S.II d. C) o más adelant, Avicena (S.X – XI d. C).
En estos escritos hay teorías enfrentadas en cuanto al origen del embrión. La tesis de Hipócrates afirmaba que el embrión es fruto de dos espermas, el de la mujer y el del hombre. Aristóteles sin embargo, decía que el embrión es fruto del hombre y que el vientre de la mujer era simplemente un continente para que este se formara.
En el S.XIII, un médico llamado Bartolomé el inglés, que dedico muchos años de estudio al embarazo, dejando sentadas las bases, al afirmar que el semen del hombre se debía concentrar en los ovarios de la mujer para poder formar un embrión. Aunque también dijo que las niñas se formaban en el ovario izquierdo y los niños en el derecho.

Una vez constatado el estado de buena esperanza, una preocupación más, era conocer el sexo del bebé. De aquí nacían otra serie de teorías y supersticiones.
Si el bebé era de sexo masculino, la mujer se sentía más ligera, con mayor apetito, se le movía más el ojo derecho, así mismo le crecía más el pecho derecho y también la mejilla derecha que se hinchaba, y además, paría antes.
Por el contrario, si venía una niña el embarazo era más molesto y las piernas se hinchaban.
La preferencia era siempre la de un varón, dado que las niñas eran discriminadas desde la infancia. Una niña era un desilusión e incluso se la amamantaba menos tiempo que a los varones.

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La salud del bebé y como se gestaba, también era motivo de temores. Se decía por ejemplo que si el niño era engendrado durante la menstruación,  nacería débil y tendría en el futuro temibles enfermedades.
Cuando se acercaba la hora del parto, la mujer solía rezar, poner velas en casa o portar talismanes. En el parto siempre ayudaba una comadrona, llamada de aquella partera.
Las parteras eran mujeres con un perfil concreto; habían de ser discretas, alegres y de buenas costumbres, de entre 45 y 50 años, mejor si era viuda, que ya hubiesen sido madres, y que fuesen además buenas cristianas (si el niño estaba en peligro tenían una bula del obispo que les permitía dar el sacramento del bautismo para que el niño no muriese en pecado). Tenían además, que estar preparadas para posibles complicaciones que pudiesen surgir.

El alumbramiento normalmente se daba en el hogar de la parturienta.
Las familias más acomodadas preparaban una estancia para ello.
Los nobles utilizaban la habitación conyugal y la solían adornar con flores u objetos, telas, tapices…
En el caso de las menos adineradas, también se daba a luz en el hogar, o incluso en el campo, pues muchas es donde trabajaban y lo hacían hasta el último minuto, pariendo allí.

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Las mujeres se preparaban un baño con malvas, malvavisco, manzanilla y otras hierbas y se untaban con aceite de ajonjolí, óleo de almendras dulces y grasa de gallina.

Llegado el momento del parto, se reunían la partera y otras mujeres de la familia o allegadas.

Hasta el S.XVI era un acto en el que solo podían estar mujeres, con penas hasta de hoguera si entraba en la habitación algún hombre.
Solo en los casos de alumbramientos reales, podían entrar algunos hombres para dar fe del parto y el nacimiento de un posible heredero.

La ginecología estuvo reservada durante muchos años para las mujeres, los médicos solo se ocupaban de las enfermedades y dolencias y las cosas relacionadas con la sangre eran cosa de barberos y cirujanos.

Lo normal es que se diese a luz en un colchón, pero también en ocasiones de cuclillas o en sillas con agujeros preparadas para ello.
Las comadronas, preparaban a la mujer. Según los escritos, llevaban granos de pimienta y rezaban <<Libra, Señor a esta mujer, de las penas del parto>>, luego la echaban en una infusión y se la hacían beber a la parturienta. También molían hierbas, las envolvían en lana y las ponían sobre la barriga de la mujer.
Muchas parturientas, ponían piedras preciosas debajo de la rodilla izquierda ya que decían que esto ayudaba a mitigar los dolores y daba buena suerte.
La mujer contenía la respiración y la expulsaba con fuerza, si a pesar de esto el niño no salía, se le practicaba una cesárea, operación muy arriesgada en esa época a la que pocas sobrevivían. Se dice que Julio César por ejemplo nación por cesárea y de ahí su nombre.
En muchas ocasiones, las madres morían después del parto, a veces por complicaciones o pérdidas de sangre, pero muchas otras por infecciones provocadas por las manos o instrumentos de las parteras que no estaban en sus condiciones óptimas de higiene.

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Una vez el niño nacía, y se expulsaba la placenta, se cortaba el cordón, se enseñaba el bebé a la madre para que lo viese y la comadrona se disponía a limpiarlo mientras las otras mujeres se ocupaban de la madre.
El primer baño del bebé se realizaba con pétalos de rosa y miel.
El bebé era envuelto en un lienzo una vez limpio, el lienzo había de ser apretado para que lo miembros no se deformaran, y se ponía una bola de plomo en el ombligo.
Los vendajes de los brazos se retiraban a los 4 meses, el resto del cuerpo, al año, si de adulto tenía alguna enfermedad, se achacaba a la mala praxis con los fajamientos.

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Si el bebé lloraba mucho, se creía que estaba poseído por un demonio, por lo que eran abandonado.
Que un niño llegase a la edad adulta en esta época tampoco era fácil. La alimentación en los primeros meses de vida era esencial, sobre todo el amamantamiento, una leche materna de buena calidad era vital para el crecimiento. Los nobles tenían los servicios de las amas de cría que se dedicaban a amantar a sus pequeños. Pero muchas otras clases sociales también usaban sus servicios. Hay que pensar que de aquella la leche no podía pasar por un proceso de esterilización como ahora y no era la mejor alternativa para los recién nacidos.

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En este caso el ama de cría o nodriza debía ser una muchacha de unos 25 años, parecida a la madre, con constitución fuerte y sana, buen carácter, pechos firmes y no muy grandes, y que hubiesen pasado como mucho 2 meses desde que diera a luz, si hubiese sido a un varón mejor. Debía además cuidar mucho su alimentación.
Cuidaba además al niño hasta aproximadamente los 5 años, lo bañaba, lo cambiaba y lo acunaba, haciendo las funciones de madre.

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En la época los niños dormían en cuna hasta los 3 años.

la infancia de los niños pasaba por tres etapas en la época medieval, a los 3 años la edad de la palabra, a los 5 la del juego y a los 7 la de la razón.

En el S.IX aparece por primera vez el llamado biberón como ahora lo conocemos, estaba hecho de cuero y lo llamaban “cuerno de mamar”, pues se realizaba con un cuerno de vaca pulido, con un agujero al final y rematado en cuero.

Biberón medieval

Biberón medieval

Por otra parte, en la época también existían mujeres que no querían tener hijos o con embarazos no deseados y a raíz de esto, surgen diversas formas de practicar el aborto clandestino, y supersticiones para no quedar embarazada una mujer.
El aborto estaba penado por ley y se consideraba un homicidio.
Existían brebajes llamados ponzoñosos para abortar.
Otras creencias (a veces respaldadas en investigaciones médicas) aseguraban que ciertas prácticas digamos cotidianas, propiciaban un aborto, tales como tomar laxantes, correr, saltar, tener mucho sexo o realizarse sangrías.
Se hablaba también de ingredientes naturales capaces de hacer que el feto se desprendiera, el orégano, el poleo, el anís o el hinojo entre otros.
A veces las llamadas “brujas” podían llegar a utilizar elementos quirúrgicos para la interrupción del embarazo.
Pero en esta época, también se buscaban métodos anticonceptivos.
Resultan sorprendente, entre ellos, comerse una abeja, un corazón de ciervo, untarse en sangre menstrual de otra mujer o llevar piel de mula durante el coito, también valía el azabache.
En el S. XII, una mujer llamada Trótula de Salerno, experta en medicina femenina, daba consejos para no quedarse embarazada. Éstos estaban pensados para mujeres con el útero estrecho o que sufriese problemas graves en su anterior embarazo, preservando así su vida.
Los métodos eran más raros si cabe que los anteriores, ponerse sobre la piel un útero de cabra virgen, colgarse al cuello una piedra llamada gagate, o guardar en el pecho los testículos de un macho de garduña envueltos en piel de ganso. Por último, introducir en la vagina unos granos de cebada.

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Miniatura que alude a una cesárea

Resulta curioso como algo tan natural en nuestros días podía estar rodeado de tantas hipótesis y supersticiones hace varios siglos, por suerte, la medicina ha avanzado a lo largo del tiempo y lo seguirá haciendo.

<<Bizomie lamio lamium azerai vachina deus deus sabaoth. Benedictus qui venie in nomine Domini, osanna in excelsis>> estas palabras las susurraba la partera, al oído de la parturienta, en cada alumbramiento.