El barón de Rais, Gilles de Montmorency-Laval (más conocido como Gilles de Rais o Gilles de Retz), era hijo de una poderosa y rica familia francesa que a los once años heredó una de las mayores fortunas del país, la cual aumentó a los dieciséis tras casarse con su prima Catalina de Thouars.

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Gracias a su concienzuda formación intelectual y militar, a los 20 años se convirtió en primer teniente del rey Carlos VII, quien recompensó su loable lealtad otorgándole el título de Mariscal de Francia. Pero en la última etapa de la guerra de los Cien Años, luchó junto a Juana de Arco, a quien empezó a amar en secreto y cuya muerte en la hoguera acabaría marcándole para siempre: se separó de su esposa y se refugió en soledad en su castillo de Tiffauges. Y ya fuera por su reclusión o por su pena, la cuestión es que su mente se volvió más enfermiza, llegando a negarse a volver a mantener cualquier tipo de contacto sexual con una mujer y empezando a renegar de la iglesia y de Dios, a quién reprochaba que hubiera permitido la muerte de Juana.

Para evadirse de esa realidad tan dura que le tocaba vivir, despilfarraba en fiestas y banquetes. Pero con el tiempo, su fortuna fue disminuyendo y se vio en la obligación de vender algunas de sus propiedades. Cada vez le quedaba menos dinero; apenas tenía propiedades, y la idea de encontrar mediante la alquimia la piedra filosofal que convirtiera el metal en oro poco a poco fue desvaneciéndose. Así que, con la moral y la esperanza por el suelo, a sus allegados no les fue difícil convencerlo de que la única solución que había para recuperarse era la de pactar con el Diablo (nombre que consta en las escrituras del castillo como titular de éste). Y así fue como empezó la oleada de brutales crímenes del primer asesino en serie de la historia.

Su primera víctima, al parecer, fue como sacrificio en honor a Leviatán para conseguir sus favores. Pero tras haberle cortado las muñecas, sacado el corazón, los ojos y la sangre, ni se le apareció el Maligno ni logró trasformar el metal en oro. Por tanto, lo único que consiguió fue descubrir su más profunda pasión: la tortura, la violación y el asesinato de niños.

Así pues, desde el verano de 1438 empezaron a desaparecer algunos chicos de Nantes o de los pueblos cercanos a la mansión del barón. Algunos fueron recogidos de sus propias casas bajo el pretexto de convertirlos en pajes y darles un futuro prometedor; otros, pobres chavales que se acercaban al castillo a pedir limosna y que luego eran retenidos contra su voluntad.

Según cuentan, llegó a torturar y matar hasta 200 niños a los que disfrutaba visitando en la sala donde éstos colgaban de unos ganchos. Incluso fingía sentir horror al escuchar sus súplicas y ver como retorcían sus cuerpos de dolor… Entonces los desenganchaba, los abrazaba cariñosamente en sus brazos y les secaba las lágrimas para calmarles. Pero una vez se ganaba su confianza, sacaba un cuchillo, les cortaba la garganta y, finalmente, violaba los cadáveres mientras lamía la sangre que brotaba de sus cuerpos.

Pero el ritual no terminaba ahí. Después mandaba decapitar los cadáveres y quemar sólo los cuerpos para limpiar la escena y no dejar prueba alguna de sus noches desenfrenadas. Y es que uno de los mayores placeres de Gilles de Rais era tener las cabezas decapitadas clavadas ante él para, cuando ya tuviera unas cuantas, celebrar un concurso de belleza en el que sus amigos e invitados debían votar cuál era la cabeza más bella. La ganadora… tenía el honor de ser usada con fines necrofílicos.

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Dos años después de empezar su sangrienta carrera, tras los numerosos rumores y sospechas que se propagaron acerca del barón, el duque de Bretaña ordenó investigar los secuestros y la posible implicación en éstos de Gilles de Rais, quien fue finalmente detenido el 13 de septiembre de 1440 en Machecoul por un grupo de soldados que, al registrar su mansión, encontraron los cuerpos descuartizados de unos 50 chicos.

Pero Gilles de Rais se mantenía firme en asegurar su inocencia a pesar de las torturas a las que estaba siendo sometido para conseguir una confesión. Sólo cambió su versión cuando le amenazaron con excomulgarle, tras lo que empezó a detallar los sucesos con sumo detalle. Incluso confesó que su mayor placer era sentarse en los estómagos abiertos de sus víctimas y ver como agonizaban lentamente.

La madrugada del 26 de octubre, antes de ser ahorcado y quemado en la hoguera, el barón proclamó su arrepentimiento y pidió perdón a los familiares de sus víctimas. Parecía haber vuelto desesperadamente a la fe cristiana y, ante los ruegos de sus parientes, el cuerpo parcialmente quemado fue enterrado en una iglesia de las carmelitas en Nantes.

A continuación, podemos leer las declaraciones que al parecer hizo Gilles de Rais en su juicio y que se han extraído del libro El Mariscal de las Tinieblas, de Juan Antonio Cebrián:

‹‹Yo, Gilles de Rais, confieso que todo de lo que se me acusa es verdad. Es cierto que he cometido las más repugnantes ofensas contra muchos seres inocentes —niños y niñas— y que en el curso de muchos años he raptado o hecho raptar a un gran número de ellos —aún más vergonzosamente he de confesar que no recuerdo el número exacto— y que los he matado con mi propia mano o hecho que otros mataran, y que he cometido con ellos muchos crímenes y pecados.

Confieso que maté a esos niños y niñas de distintas maneras y haciendo uso de diferentes métodos de tortura: a algunos les separé la cabeza del cuerpo, utilizando dagas y cuchillos; con otros usé palos y otros instrumentos de azote, dándoles en la cabeza golpes violentos; a otros los até con cuerdas y sogas y los colgué de puertas y vigas hasta que se ahogaron. Confieso que experimenté placer en herirlos y matarlos así. Gozaba en destruir la inocencia y en profanar la virginidad. Sentía un gran deleite al estrangular a niños de corta edad incluso cuando esos niños descubrían los primeros placeres y dolores de su carne inocente.

Contemplaba a aquellos que poseían hermosa cabeza y proporcionados miembros para después abrir sus cuerpos y deleitarme a la vista de sus órganos internos y muy a menudo, cuando los muchachos estaban ya muriendo, me sentaba sobre sus estómagos, y me complacía ver su agonía…

Me gustaba ver correr la sangre, me proporcionaba un gran placer. Recuerdo que desde mi infancia los más grandes placeres me parecían terribles. Es decir, el Apocalipsis era lo único que me interesaba. Creí en el infierno antes de poder creer en el Cielo. Uno se cansa y aburre de lo ordinario. Empecé matando porque estaba aburrido y continué haciéndolo porque me gustaba desahogar mis energías. En el campo de batalla el hombre nunca desobedece y la tierra toda empapada de sangre es como un inmenso altar en el cual todo lo que tiene vida se inmola interminablemente, hasta la misma muerte de la muerte en sí. La muerte se convirtió en mi divinidad, mi sagrada y absoluta belleza. He estado viviendo con la muerte desde que me di cuenta de que podía respirar. Mi juego por excelencia es imaginarme muerto y roído por los gusanos.

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Yo soy una de esas personas para quienes todo lo que está relacionado con la muerte y el sufrimiento tiene una atracción dulce y misteriosa, una fuerza terrible que empuja hacia abajo. (…) Si lo pudiera describir o expresar, probablemente no habría pecado nunca. Yo hice lo que otros hombres sueñan. Yo soy vuestra pesadilla.››